domingo, 28 de agosto de 2011

LA RELIGIÓN COMO IDEOLOGÍA

¿Cómo establecer la distancia entre fe y veneración? ¿Hay manera de evitar que los administradores de la religión, de los sacramentos, se transformen en líderes políticos? ¿Es el Estado Vaticano un bastión espiritual, o territorio de los poderes terrenales?

La reflexión de Simone Weil es irrefutable. Ella comprendió que Constantino, emperador, la pescó al vuelo y encontró la manera de cooptar a los líderes espirituales de la religión que amenazaba con derrumbar el Imperio: hizo del cristianismo una religión de Estado, y transformó la idea de Dios en un “doble” del emperador. Los estadounidenses lo aprendieron en cuanto fundaron su propio imperio; al acuñar la moneda, el dólar, el símbolo de su poder, infirieron que necesitaban el respaldo divino: In God we trust.
La diferencia con el judaísmo es fundamental: la religión madre del cristianismo tiene símbolos, carece de reliquias, no las necesita, como tampoco requiere atribuir una imagen a Dios, puesto que vivir la fe, como los primeros cristianos, es una actitud en la vida, es un comportamiento. Si no se comprende, se sustituye el vacío de la entrega absoluta, total, incondicional a la fe, en el asidero de las reliquias: sustituyen lo fundamental, la confianza en Dios.
Esta percepción de lo que son y significan las reliquias no es nueva, pero tampoco es parte fundacional de mis creencias. Empecé a meditar en ello cuando en 1981, durante una visita a la ciudad de Venecia, Italia, tuve la oportunidad de recorrer, en el palacio ducal, una exposición de reliquias y relicarios, que de repetirse, puede hacer tambalear las creencias de quien no las tenga bien asentadas; desconozco a partir de qué momento histórico de la Iglesia, los relicarios empezaron a ser y parecer más importantes que las reliquias que custodian, sin contar siquiera el origen de tales objetos o restos humanos, ni la manera en que fueron encontrados y conservados.
Recuerdo haber visto dedos enteros, momificados; huesos de diferentes partes del cuerpo humano; sangre, piel, pedazos de objetos que fueron mutilados precisamente para convertirlos en reliquias que puedan distribuirse por muchos santuarios, que permitan consagrar muchos altares, que alimenten la esperanza de millones y millones de personas, o fundamenten la confianza en su fe.
Pero lo guardado en los relicarios de esa exposición se desfigura desde el principio, porque las reliquias quedan insertas en ostentosos objetos de oro y plata, concebidas con un diseño artesanal sorprendente, en ese afán de que los simples de corazón queden deslumbrados, se sientan humillados o al menos sorprendidos de tanto trabajo de filigrana, de tantas joyas, tanta fantasía en el esfuerzo por convertir a esos porta reliquias en objetos casi divinos, de veneración, si no idénticos, parecidos al ídolo que adoraban los judíos cuando Moisés bajó del Sinaí y, en un arranque de furia, rompiera las tablas del Decálogo.
Simone Weil, a quien estudio un día sí y otro también, propone: Vivimos en una época sin precedentes y la universalidad que antaño podía estar implícita debe ser en la situación actual plenamente explícita. Debe impregnar el lenguaje y toda la manera de ser. Hoy, ni siquiera ser un santo significa nada; es precisa la santidad que el momento presente exige, una santidad nueva, también sin precedentes.
A eso apuestan la Iglesia católica y los gobiernos, sobre todo en un mundo inmerso en el descontento y la violencia, conscientes de que motivar la santidad conduce al sacrificio, sin retribución terrenal alguna; sacrificio idéntico al de los terroristas musulmanes, conscientes de que van a morir, pero ciertos de que despertarán en medio de vírgenes y en la contemplación del Profeta.
En la búsqueda de su propia fe, dispuesta a dejar el judaísmo para convertirse al catolicismo, la Weil anota: Quisiera, por gratitud, ser capaz de dejar testimonio de ello. El poeta de La Ilíada amó suficientemente a Dios para disponer de tal capacidad. Pues ése es el significado implícito del poema y la fuente única de su belleza, aunque apenas se haya comprendido.
Aun cuando no hubiera nada más para nosotros que la vida terrena, aun cuando el instante de la muerte no nos aportase nada nuevo, la sobreabundancia infinita de la misericordia divina está ya secretamente presente, aquí, en toda su integridad.
No hace muchos años recorrieron la república las reliquias de Santa Teresita del Niño Jesús, si lo recuerdo bien. Hoy están aquí las reliquias de Juan Pablo II, beato, futuro santo, porque ante lo que ocurre en el país, se requiere fomentar la fe, el culto, cultivar la esperanza y la mansedumbre, para que los mexicanos no se le alebresten al gobierno, sin considerar siquiera esa capacidad de crear belleza con la cual la divinidad nos ha dotado a los seres humanos.
Creo que las reliquias así promocionadas, así exhibidas, así expuestas a la veneración, trastocan los fundamentos de la fe, de idéntica manera a como los gobernantes necesitan justificar sus fracasos convirtiendo a los gobernados en corresponsables de la tragedia en que se encuentra inmersa la nación, cuando es claro que cada quien tiene su responsabilidad, y los electores carecen de mandato constitucional, porque no necesitan el compromiso cumplido, sino la ley respetada, el mandato obedecido.
No pueden convertir las reliquias en objetos de veneración, cuando sólo son instrumentos del culto, del rito, porque deben estar en el altar sin ser expuestas; deben ser promotoras de la fe, porque permiten recordar la vida del propietario.
La fe, insisto, es otra cosa, es una actitud en la vida, es un comportamiento; por lo regular es discreto, no se nota, tampoco se siente, ni oprime como el silencio que sobrevuela los segundos que siguen en silencio al ruido de la violencia, al tableteo de las armas, al grito desgarrador en la orilla de las fosas clandestinas, o a la exigencia de rescate por la vida del ser querido. El silencio que sigue a la mentira desde el gobierno.


(nota de Gregorio Ortega Molina, sustraida de Eje Central.)



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