lunes, 28 de noviembre de 2011

El lenguaje llameante de Daniel Sada

Daniel Sada, con una obra todavía de impulso ascendente, falleció el mismo día en que se le otorgó el Premio Nacional 2011 en Literatura. A continuación, un perfil del escritor.
México, D.F. Cuando Daniel Sada estaba becado en el Centro Mexicano de Escritores a Salvador Elizondo le llamaba mucho la atención el manejo del lenguaje que en sus textos desplegaba el escritor nacido en Mexicali, Baja California, en 1953 –pasando después su adolescencia en Sacramento, Coahuila– y que dejó de estar entre nosotros el viernes 18. A Daniel, como novelista, lo que le importaba era el lenguaje vivo, las palabras de la calle, porque sabía que en el habla de la gente, transfigurada por la literatura, residía el alma de los pueblos. No por nada el título de su novela mayor, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe –traducida al francés por Claude Fell como L’odissé barbare– lo oyó de casualidad de una señora en la estación de autobuses de Culiacán.
En su sintaxis personal, en su concepción de la novela, en su arte poética, a Daniel Sada no le importaba mucho lo que estuviera sucediendo en la trama; no era muy fijado en la construcción anecdótica (preocupación primera entre los guionistas cinematográficos) ni en los personajes ni en las situaciones. Su interés se concentraba en la capacidad del autor para proyectar un mundo o, lo que a él le gusta decir, un paisaje interior.
Tal vez en ese arte poético narrativo reside el legado literario y la originalidad inimitable del escritor que dejó en prensa su última novela: El lenguaje del juego, que pronto pondrá en circulación la editorial Anagrama de Barcelona. También, en la casa editora de Jordi Herralde, Daniel Sada conoció el momento culminante de su trayectoria: el Premio Herralde de Novela en 2008 por Casi nunca, recientemente traducida en Estados Unidos como Almost Never por Catherine Silver. Luego, bajo el mismo sello, ofreció a sus fieles lectores A la vista y Ese modo que colma.
Su caso supone una referencia obligada a nuestro amplio condado literario del Noroeste y del Norte sentimental. No se refería directamente a la violencia porque –como los camellos en la narrativa árabe– la crueldad sangrienta allí estaba y porque Sada estaba consciente, por razones de oficio, de que en nuestros días el narcotráfico no es el texto: el narco es el contexto, el tarro que contiene la cerveza, la taza blanca que acoge al café negro, el cuerno de la abundancia mexicana que cobija el saqueo de este país de todos los demonios.
Tal vez quien mejor acertó a definir su personalísimo estilo y su aportación más importante al catálogo de la novela mexicana fue Roberto Bolaño:
“Sada, sin duda, está escribiendo una de las obras más ambiciosas de nuestro español, parangonable únicamente con la obra del cubano Lezama Lima, aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que se presta bien a un ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto.”
Traía en la sangre su vocación de escritor pero de nada le habría servido si no hubiera entendido la dificultad de la concentración continua en el trabajo diario, de por lo menos cinco horas, inventando sus sueños. No leía periódicos ni revistas, creía que la concentración en la escritura era lo más parecido a la felicidad. No cubría el perfil típico de nuestro tiempo mexicano. No seguía el modelo Carlos Fuentes de carrera literaria. Nunca le pareció elegante la autopromoción o “hacer carrera” ni se afanaba por ser novelista mediático, demasiado vehemente en los medios audiovisuales o vociferante en los periódicos. No era ése su estilo ni iba con su carácter. No tenía la obsesión de la buena ropa. No iba a cenas o cocteles ni hacía vida social. Prefría la comida china ( “comida típica de Baja California”, decía) a la que se sirve en El Cardenal. Y fue, por otra parte, alguien que practicaba la ética del agradecimiento. Fue durante más de 25 años muy generoso con el tiempo que quiso compartir con los escritores jóvenes en sus talleres literarios de Culiacán, la Casa Refugio Citlaltépetl de la colonia Condesa, Saltillo, Puebla, Tijuana.
El escritor bajacaliforniano durante todo este año, en los meses anteriores a su muerte, pasaba por su gran momento: recibía invitaciones de todas partes, de Berlín, Buenos Aires, Nueva Delhi, Nueva York. Horas antes de dejarnos se anunció que había ganado el Premio Nacional de Letras. Le gustaban mucho las novelas del inglés Ian McEwan y de Rafael Chirbes. Sentía que uno de los narradores más prometedores hoy en México es el hidalguense Yuri Herrera, autor de Señales que precederán al fin del mundo, y que dos de las mentes más brillantes de la vida literaria mexicana hoy en día responden a los nombres de Christopher Domínguez y Juan Villoro.
En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, el novelista construye un universo verbal que no reproduce –ni pretende parodiar– el habla norteña. La novela no está escrita en sonorense ni en sinaloense, ni siquiera en coahuilense, como podría sospecharse. El lenguaje es el que inventa Sada; no tiene la cadencia de la prosa bonita “latinoamericana”, con sus frases memorables y citables, ingeniosas o célebres, porqueSada no le hacía concesiones a nadie.
No se había dado en nuestro medio un proyecto novelístico tan ambicioso desde Terra Nostra, de Carlos Fuentes, o Noticias del imperio, de Fernando del Paso. Pero si su edificación es verbal eso no quiere decir que Sada fuera un novelista meramente verbal. Sin dejar de ser un mundo aparte, situado en un estado imaginario, Capila, y en un pueblecillo de la imaginación, Remadrin, la novela desde sus primeras líneas es una ametralladora de imágenes:
“Llegaron los cadáveres. En una camioneta los trajeron –en masa, al descubierto– y todos balaceados como era de esperarse. Bajo el solazo cruel miradas sorprendidas, pues no era para menos ver así nada más paseando por el pueblo tanta carne apilada…”
Un fraude electoral, el robo armado de unas urnas en las narices mismas de los votantes, la denuncia del fraude, las protestas tumultuarias, la represión sangrienta del ejército, caminos vecinales bloqueados, los muertos, los desparecidos, van conformando el contexto que da tensión a la historia.
Ninguna ilusión de denuncia por parte del novelista, ningún propósito de rescate: su trabajo es menos ingenuo –la literatura no sirve para eso– y más ambicioso: la invención de un mundo propio y de un lenguaje propio. ¿Quién habla en la novela? Hablamos todos y ninguno. Habla el autor y habla la muchedumbre anónima: los mexicanos norteños pero también los mexicanos degradados, humillados por la matanza, la de la novela y la de los almazanistas asesinados en julio de 1940 y que Robert Capa inmortalizó en su Leica de 35 milímetros.
Porque en el fondo y en definitiva lo que resta es la verdad, la “áspera verdad” de Diderot: los crímenes políticos irresueltos, el desencanto, la utilización política del ejército que acribilla a cientos de ciudadanos, a sangre fría, los encubrimientos, el control de la prensa para que no se sepa nada fuera del pueblo. Y así, la verdad –como siempre en los crímenes políticos– nunca se sabrá, porque parece mentira.


(ensayo de Federico Campbell tomado tal cual de Apro, agencia de Proceso on line.)

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