miércoles, 28 de marzo de 2012

Todos somos Daniel el chileno

Tras ser anunciada el fin de semana su muerte cerebral, y después de tres días de cierta confusión sobre la irreversibilidad o no de su estado, este martes 27, a las 19:45 horas (hora de Chile) ha fallecido Daniel Zamudio, víctima de una brutal agresión homófoba, en el Hospital de Urgencia de la Asistencia Pública de Santiago de Chile.

Se hace tan duro a veces vivir en este mundo… Convivir con animales como Raúl López, Fabián Mora, Patricio Ahumada o Alejandro Angulo. Raúl López dijo que, cuando le rompieron la pierna a Daniel “sonaron como unos huesos de pollo, y como ya el muchacho estaba muy mal, nos fuimos cada uno por su lado”. A Daniel le dieron golpes hasta que perdió el conocimiento. Apagaron cigarrillos en su cuerpo, le destrozaron la cara (no puedo ni imaginarlo), le tiraron piedras en el estómago, en la cara otra vez… Le arrancaron un trozo de oreja. Rompieron una botella en su cabeza. De nuevo su cabeza: debió ser difícil para los asesinos acabar con tanta belleza, con sus ojos, sobre todo con sus ojos. Con los cristales dibujaron tres esvásticas en su piel, por si quedaban dudas. Usaron una de sus piernas como palanca hasta que se rompió. Los médicos han dicho que sus órganos están tan estropeados que ni sirven para la donación.
No sé por qué me ha afectado tanto la muerte de Daniel, quizá porque evolucionaba favorablemente y pensé que se salvaría. Me he sentido tan cerca de Daniel que cuando leí la noticia sobre su muerte cerebral fue como si hubiera sido la de un hijo mío. Quizá lo era de todas formas. Nuestro hijo chileno.
Quizá saber que las últimas palabras de Daniel habrían sido dichas en mi lengua materna me acerca más al caso: quizá dijo “socorro”, “ayuda” o “mamá”. Esta vez no fue en Laramie (Wyoming) ni en un suburbio de Bagdad de nombre impronunciable, tan lejano quizá por eso, sino en el Parque de San Borja, en el centro de Santiago de Chile. De poco le valió a Daniel la santa advocación del parque, ni eso le valió. Los insultos de los asesinos habrían sido entendidos por mí sin traducción. Su odio no, claro: eso jamás lo entenderé. A Daniel le torturaron y asesinaron por ser homosexual: un delito de odio, que no es más que una forma de materializar una acción incitada por los que lanzan la piedra y esconden la mano. De nada sirve castigar al descerebrado ejecutor si no se ataja el problema desde la raíz, desde el que lanza la piedra.
Es intolerable que en España, el Tribunal Constitucional lleve más de seis años discutiendo sobre un tema que queda meridianamente claro en el Artículo 14 de la Constitución: Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquiera otra condición o circunstancia personal o social. Cualquiera que no entienda esto alienta a los que mataron a Daniel Zamudio. Como los mensajes de odio lanzados desde los púlpitos de muchas religiones (con escrupuloso cuidado algunas de ellas: “os queremos pero sois un error”).
Hemos avanzado mucho en los últimos años pero Daniel murió solo, y para nuestra desgracia mañana pasará aquí y tenemos que defendernos. La situación ha cambiado: la razón siempre ha estado de nuestra parte pero ahora también lo está la ley. Somos visibles, y estamos por eso en el punto de mira. Pero ya no estamos solos, no debemos avergonzarnos ni tener miedo a nada. Cualquiera de nosotros tiene amigos con los que está en contacto continuo a través de móviles. Los móviles hacen fotos, avisan a la policía, mandan un mensaje a cientos de personas a la vez. Debemos crear redes de solidaridad para una defensa conjunta y efectiva de las agresiones. No hablo de crear patrullas de vigilancia pero sí de no mirar para otro lado o salir corriendo. Algo tan simple como una llamada de teléfono puede salvar vidas como la de Daniel.

Daniel, que la tierra te sea leve puesto que tú antes fuiste leve, tan leve, con ella.


(crónica del Putojacktwist, reproducida de blog "Dosmanzanas".)