viernes, 27 de abril de 2012

Cine kitch made in México

Es un subgénero exclusivo del cine mexicano: las películas de luchadores enmascarados. Justicieros llamados El Santo, Blue Demon, Mil Máscaras, Neutrón. A primeran vista, son cintas de serie Z, con argumentos imposibles, efectos risibles, música de baratillo. Productos ínfimos, convertidos en placer culpable, elevados al altar del kitsch, listos para el reciclaje, transformados en objeto de culto y estudio. Y ahora llega el correspondiente libro-catálogo, ¡Quiero ver sangre! Historia ilustrada del cine de luchadores. Lo edita la Universidad Nacional Autónoma de México y pesa más de kilo y medio: no apto para alfeñiques.

 Un trabajo hercúleo, firmado por tres expertos procedentes de la fanaticada (por aquello de los intereses cruzados, reconozco que entre ellos figura un querido amigo). Son Raúl Criollo, José Xavier Návar y Rafael Aviña, con prólogo de Juan Villoro. Sufrieron como perros ya que nadie se había ocupado de investigar unas películas que –curioso- fueron el sostén económico del cine mexicano más prestigioso. Afortunadamente, casi todo está recuperado en DVD y existe el comodín de Tepito, fabuloso supermercado al aire libre donde encuentras todo lo pirateable y todo lo ilegal.
Además, estaban los pudores de muchos de los implicados. Negaban, por ejemplo, la existencia de las dobles versiones (desnudos para el mercado exterior), a pesar de que existían fotos de despelotes, caso de Santo en el tesoro de Drácula. El Santo es, claro, la máxima estrella. Rodó 52 largometrajes (¡y seis su hijo!), algunos de los cuales llegaron a España, ante el pasmo de los espectadores. Aunque, reconocen los autores, el mejor documental sobre la lucha libre es obra de un español, Nacho Cabana, y se titula Tres caídas (2007).
El llamado “cine del pancracio” prosperó entre 1952 y 1961 y era transversal. Los luchadores se integraban en comedias, ciencia ficción, horror, argumentos policíacos, temas históricos. En años recientes, llegarían incluso al porno, incluyendo cintas gay como La putiza o La verganza. La materia de base ya era puro teatro, con enfrentamientos del Bien y el Mal, encarnados en luchadores técnicos o científicos (generalmente, bondadosos) y sus contrincantes rudos (por ende, tramposos). Arquetipos que protagonizaban cómics y fotonovelas antes de desembocar en los Estudios Churubusco o similares; ocasionalmente, los personajes nacían en el cine antes de llegar a los auténticos cuadriláteros.
Sugería Carlos Monsiváis en Los rituales del caos, y lo reafirma el trío de autores, que la lucha, con sus máscaras, evocaba perdidos rituales prehispánicos. Y que su escenificación compensaba las mil frustraciones del mexicano modesto. Que sabía de los pactos previos pero, aún así, exigía sangre: “¡Mátalo! ¡Acábalo! ¡Chíngatelo! ¡Destrózalo! ¡Pícalo los ojos al cabrón!”.

 Caballeros de la lona

Inútil griterío. La lucha era peligrosa, con la posibilidad de inesperadas lesiones, pero sus héroes evitaban el gore. Eran modelos de fair play, aunque los argumentos les enfrentaran con científicos locos, momias, nazis, marcianos, delincuentes internacionales y, ah, las Mujeres Perversas.
Sus malas artes eran inútiles ante la fortaleza moral de los luchadores, desinteresados por el sexo y precavidos con sus energías. Los espectadores aullaban de estupor y admiración: ¿quién, en su sano juicio, podía rechazar a bombones como Ana Bertha Lepe o Grace Renat? Imposible, por otra parte, leer la sinopsis de Las sicodélicas y no sentirse ansioso de ver a esas cuatro lobas en acción.
El cine del pancracio sobrevive, con documentales y producciones híbridas marcadas por la actualidad (cocaína, políticos corruptos, gringos altaneros). La lucha es ahora cool. Abundan los grupos disfrazados con máscaras, especialmente los dedicados al surf, pero también Pearl Jam, en su paso por el DF. Mucha tontería pero ahora ya no hay excusa: ¡Quiero ver sangre! Historia ilustrada del cine de luchadores revela una saga de explotación e ingenio que supera incluso a los disparates que se veían en pantalla.


(reseña de Diego A. Manrique en El País.)