domingo, 22 de abril de 2012

Raymond Carver, poeta

1 Más que la narrativa, fue la poesía la pasión primera de Raymond Carver. Sin embargo, aunque no esté alejada de su poética, sus temas y obsesiones, su narrativa fue la que le deparó la popularidad con esos cuentos tan sutiles como lapidarios que pueden resumir en una atmósfera, unos pocos gestos, la corrosión y el deterioro de los sentimientos bajo la presión del sistema capitalista en su mismo corazón geográfico: Estados Unidos. Sus personajes son inequívocamente white-trash, es decir, “basura blanca”: hombres y mujeres, obreros y mucamas, perdedores, desocupados, borrachos que nunca saldrán de esas viviendas baratas en las que siempre se oye como telón de fondo un electrodoméstico descompuesto, una tele o una radio, gritos de una pareja matándose. Carver no se limitó a narrar sus penurias sociales. Fue más lejos. Y más hondo. Escarbaba en estas intimidades que conocía como la palma de su mano. Quebrado, cayendo y levantándose una y otra vez, combatiendo contra sí mismo y el alcoholismo, Carver pudo recomponer su vida cuando conoció a la poeta Tess Gallagher. Se desintoxicó, dejó el alcohol, se concentró en la escritura, adquirió renombre, pero la felicidad le duró poco. Cuando se casó con Gallagher, de luna de miel fueron a Reno, Nevada. Se divirtieron en los casinos, ganaron. Pero su suerte estaba echada: Carver ya tenía cáncer.

Su obra se prestó al malentendido crítico: se lo clasificó como minimalista (por la forma) y a la vez como realista sucio (por el contenido). En verdad lo suyo no era más que una resignificación de la tradición norteamericana de la short-story. De lejos, comparado con sus amigos Tobias Wolf y Richard Ford, es quien, en menos tiempo y en condiciones más adversas, llega más lejos. Sus cuentos se caracterizan por respirar un aura chejoviana. De su maestro ruso extrajo las lecciones para capturar lo cotidiano con pocas palabras. En su modo de comprender el arte de narrar hay una búsqueda de síntesis que no se agota en lo “mínimo” sino que aspira enfocar: el uso de la palabra y la composición poética.
Si bien sus cuentos obtuvieron una difusión extraordinaria, sus poemas permanecieron a un costado cuando, en realidad, son centrales en su producción. Porque su poesía es el río que se ramifica luego en narrativa. Es que muchos de sus poemas pueden ser leídos como las bases de sus cuentos. Pero en éstos, si bien predomina una manifiesta intención narrativa, su búsqueda es otra. Tal vez convenga detenerse en lo que significa “búsqueda” para Carver. El procedimiento de su escritura de cuentos no era diferente de la forma en que encaraba sus poemas. Escribía una versión de un cuento y la guardaba en un sobre. Dejaba pasar un tiempo, le volvía encima, corregía, limaba, ajustaba. Y volvía a guardar el sobre. Esta obsesión en macerar la palabra, latente en sus cuentos, se siente en la lectura de sus poemas.
La clase de búsqueda que perseguía Carver tenía una alta dosis de misticismo, de aspiración al satori. Lo que buscaba, ni más ni menos, era una revelación. Pero el sendero hacia esa luz tropezaba, en más de un revés de la vida diaria, y entonces lo que encontraba era un poema como “La lapicera”, que puede ser leído como autorretrato: “La lapicera que narraba la verdad / terminó dentro del lavarropas / por tantas preocupaciones. / Salió una hora más tarde y la arrojaron / al lavarropas junto a un par de jeans/ y una camisa a cuadros. / Los días pasaron y ella permaneció / recostada serenamente sobre el escritorio / frente a la ventana. / Ella pensaba que estaba acabada. / Sin una sola convicción. Sin voluntad. / Pero una mañana, poco antes del amanecer, / se reanimó / y escribió: ‘Los campos húmedos duermen / iluminados por la luz de la luna’”.

2 Es sabido: el tiempo de la poesía es diferente al de la prosa. No mejor, no peor: diferente. La prosa parece disponer –aunque no sea tan así– de un tiempo largo para describir un instante. La poesía, en cambio, opera con la urgencia y la necesidad. También, es cierto, si Carver sólo escribió corto se debió a las peripecias de sus desbarranques de alcohólico, padre separado, probando un trabajo más miserable que otro. En esa época fatal no tenía tiempo para una novela. Y escribir un cuento, como un poema, le permitía entrar y salir, una concentración breve, pero concentración al fin. Hay un pequeño poema que, en su brevedad, parece resumir estos dos requerimientos: urgencia y necesidad. El poema se llama “Domingo por la noche”: “Utiliza las cosas que te rodean. / Esta ligera lluvia / del otro lado de la ventana, por ejemplo. / Este pucho entre los dedos. / Estos pies en el sofá. / El débil sonido del rock and roll. / El Ferrari rojo del interior de tu cabeza. / La mujer que anda tropezando / borracha en la cocina. / Agarrá todo eso. / Utilizalo”.
No son pocos los poemas en los que Carver se ocupa de los estallidos y desmoronamientos afectivos. Uno de esos poemas es “Milagro”, en el que describe a una pareja borracha en un vuelo nocturno de Los Angeles a San Francisco. Ella lo golpea, le pega hasta reventarle la nariz. El sangra y sólo le preocupa sostener el vaso de plástico con whisky. En “A mi hija”, Carver no es menos crudo: “Ya has crecido, adorablemente. / Sos una hermosa borracha, hija. / Pero sos una borracha. No puedo decir que me rompés / el corazón. No tengo corazón cuando se trata / del alcohol. Es triste, sí. Sólo Dios sabe”. Por fin, cuando pudo dejar el alcohol, su percepción de la escritura se tornó reveladora. Empezó a vislumbrar que al escribir sobre aquello que creía saber se había chocado con todo lo que ignoraba. Una palabra, una frase, pueden detonar el estupor al conectarnos con una zona de la memoria y el cuerpo que dábamos por negada. Entonces acá, en el Carver recuperado, surge otro Carver, el agradecido. Y así escribe en su poema final “Ultimo fragmento”: “¿Y conseguiste lo que / querías de esta vida? / Lo conseguí. / ¿Y qué querías? / Considerarme amado, sentirme / amado en la tierra”.

3 El poema se titula “La humedad de la noche”: “Estoy harto y cansado del río, las estrellas / que tachonan el cielo, este denso silencio funerario. / Para parar el tiempo, hablo con el cochero, que / parece un anciano... / Me cuenta que en este río oscuro, / prohibido, abundan los esturiones, los salmones blancos, / las anguilas, los lucios, pero que nadie los pesca”. El poema no fue concebido en verdad como poema. Pero puede valer como tal. Corresponde a un fragmento de “En Siberia”, de Anton Chejov. Y su secuenciación en verso la hizo Raymond Carver. Su viuda, Tess Gallagher, anotó al respecto: “Una vez que descubrimos al poeta Chejov, Ray se puso a señalar pasajes que quería incluir, y a pasarlos a máquina. El resultado era algo situado entre el poema y la prosa, y eso nos gustó porque algunos de los nuevos poemas de Ray difuminaban los límites entre poema y relato, igual que sus relatos a menudo adquirían fuerza gracias a estrategias dramáticas y poéticas. El relato presentado como poema destacaba sin pretenderlo las intensidades de fraseo o lenguaje que podrían haber lastrado la fuerza del propio relato, y sin embargo el relato podía atraer la atención del lector de otro modo por haber sido concebido como poesía”.
No creo gratuitas estas derivas y confluencias entre narración y poesía. Una estética de la restricción las conecta, se dirá. También la conciencia de que no estamos aquí por mucho tiempo. Esta revelación de la fugacidad es la que indujo una escritura que, en su despojamiento, propone considerar nuestro lugar en el mundo con una modestia que excede las estridencias del narcisismo.


(Le decías a un alumno a principios de semana que aquella historia de Chéjov donde llega un campesino a la casa del único médico en los alrededores, bajo la noche nevada y fría, a avisarle que su mujer va a dar a luz, que le acompañe en el trance crítico; que se van juntos en la carreta arrastrada por dos caballos, que llegan, que hierve el agua, que nace la criatura. Que el médico vuelve a casa, cansado, desvelado, sin una paga por el servicio profesional prestado. Pero con la satisfacción de haber ayudado a traer al mundo, acaso, al próximo José Stalin, León Trotsky o Alexander Solyenitzin, o al Judas Iscariote, le basta al médico porque su calidad humana adquiere una dimensión universal. Esta pequeña anécdota, trivial en apariencia, le decías al alumno autista y enano, es parte del basamento de las catedrales que levantó Raymond Carver en los cuentos que integran, "¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?" Pero no sé si me expliqué lo suficiente o no, porque observé que a mi interlocutor jamás le brillaron los ojos. Ensayo de Guillermo Saccomanno en "Radar Libros", Página/12, Buenos Aires, online.)