sábado, 2 de junio de 2012

Liz Taylor, queer

Muchas versiones hay sobre la escena del accidente, tantas como invitados hubo en aquella fiesta en casa de Elizabeth Taylor y su entonces marido, Mike Wilding, pero todas coinciden en el tramo en el que ella entra la mano en el cuerpo de su amigo y lo salva. El más creíble testigo, Kevin McCarthy, lo contó así: “Entonces volví corriendo a la casa y les pedí a Elizabeth y a Mike que llamaran a una ambulancia, el auto de Clift había dado varias vueltas, estaba envuelto en humo y mucho olor a gas, y yo no encontraba el cuerpo por ningún lado. Mike enseguida llamó a la ambulancia y ella salió corriendo hacia el auto, no pudimos detenerla, se metió por el baúl y encontró a Clift atrapado en el asiento de atrás. Lo zamarreó, le puso la cabeza sobre su falda y cuando se dio cuenta de que se estaba ahogando, metió su mano y le arrancó dos dientes que le habían quedado clavados en la garganta. Lo salvó”. Elizabeth Taylor, que además lo acompañó durante el proceso de reconstrucción estética y se encargó de que ningún fotógrafo se llevara una imagen de su amigo desfigurado, aparece fijada en esta escena como la gran liberadora de esas cosas que quedan atrapadas en la garganta hasta la muerte. De aquí en más será la amiga de los gays y con su intercambio dejará el molde público de estas relaciones en las que ninguno de los sentimientos están muy claros según los parámetros binarios en los que además de masculino y femenino, hombre y mujer, hétero y homo, habrá que agregar amor y amistad.

Para los amantes de las estadísticas: a los ocho maridos, a las decenas de operaciones, a los kilos de barbitúricos, pueden sumarse en el prontuario de Liz los nombres de Roddy McDowell, Rock Hudson, Montgomery Clift, James Dean, Michel Jackson, Andy Warhol, Tennessee Williams (ella convirtió en éxito de pantalla cuatro de sus obras teatrales) y muchos más. Homosexuales o bisexuales o “dudosos” que aparecen como amigos íntimos desde los años ’50, la misma época en que el presidente Eisenhower firmaba la Orden Ejecutiva Nº 10450 por la cual el gobierno se negaba a dar trabajo a homosexual alguno, en nombre de la seguridad nacional.
¡Queer Elizabeth! Mucho antes que Madonna con sus bailarines, que Lady Di con su Elton John y que Lady Gaga con su furia militante, mientras hacía explotar el matrimonio para toda la vida y el turismo en Puerto Vallarta, Elizabeth cultivaba lealtades que más tarde se convertirían en banderas de la agenda progresista.
En 1985, cuando Rock Hudson, acusado (falsamente) por su novio de haberle contagiado “la peste rosa”, patéticamente solo detrás de su Sarcoma de Kaposi aparece acompañado en las peores fotos por Elizabeth quien, con impasible cara de mejor amiga, toma la mano tan temida y arma una fundación que consigue sumas millonarias para luchar contra un virus entonces vergonzante y que, aunque parezca una exageración, con su presencia adquiere no sólo visibilidad sino cierto glamour.
“¿Saben cómo es cuando uno ama con locura a alguien, pero no puede explicar por qué? Bueno, así es como yo amo a Bessie Mae.” Es la famosa declaración de amor de Montgomery Clift, que como hacen los amantes de verdad, le había inventado un nombre que algunos biógrafos entendieron como señal de encubierta heterosexualidad y para otros se mantiene como un acertijo de las relaciones que son imposibles, pero que se dan. Las relaciones de Taylor con sus amigos homosexuales marcan, a su vez, un quiebre en una tradición de iconos gay signados por el sacrificio y la distancia. A esos componentes que encarna a la perfección la sufrida y talentosa Judy Garland (casada con un artista gay, Vincente Minnelli, e icono de la libertad merecida desde los tiempos en que le cantaba al arco iris en El mago de Oz), Taylor le suma algo más. Tiene todas las tragedias que se le busquen, la belleza que se le pida, pero está lista para arremangarse cuando llega la ola de mal olor. Se llame sida, acusación de pedofilia o papelón. Estaba protegida y lo sabía: “La fama es como un desodorante, ahuyenta lo peor”.
Ella se ha llevado mucho closet a la tumba. El mismo día en que ella murió, su biógrafo –que había guardado el secreto hasta ese día– no dudó en colgar confidencias en Internet: “Quise mucho a James Dean. Voy a contarte algo, pero tiene que ser off the record hasta el día de mi muerte. Cuando James tenía once años y su madre murió, comenzó a ser abusado por su tutor. Creo que eso lo torturó toda su vida. Cuando filmábamos Gigante, nos pasábamos noches enteras hablando y ésta es una de las cosas que me confesó”. Se sospecha que más objetos de insólito valor y más secretos, sobre todo de los amigos a quienes acompañó y protegió en sus closets, irán apareciendo en los próximos años.


(nota de Liliana Viola en "soy", suplemento de Página/12, diario argentino online. El glamour de ese mundo, mitad fantasía y mitad realidad, fue recreado por un talentoso Truman Capote en su maravilloso libro de relatos "Música para camaleones", que un día te regaló Pablo Ullrich.)