lunes, 27 de agosto de 2012

El anarquismo de Pussy Riot

El lunes 10 de abril de 1950 el diario La Prensa, de Buenos Aires, reprodujo un cable de noticias de la agencia Reuters: “París, 9 (Reuters). La solemne misa de pontifical que se celebraba en la catedral de Notre Dame fue interrumpida por un individuo que resultó ser Michel Mourre, de 22 años de edad, quien subió al púlpito exclamando a voz en cuello que la Iglesia Católica es la causante de todos los males que afligen al mundo. Mourre vestía hábitos sacerdotales, lo que le facilitó su propósito. Se produjo una gresca en el interior de la catedral repleta de público, entre personas que se cree estaban en conveniencia con el que habló desde el púlpito y un grupo de fieles, entre los que había muchos turistas extranjeros. El perturbador fue arrestado”. Los lectores que se encontraron con la escueta noticia mientras desayunaban o viajaban en tranvía no sabían –no podían saberlo, pero los mejores entre ellos podían imaginarlo– que el hecho formaba parte del linaje de algo que sería llamado punk: una baratija de mercado, una irrupción en la vida cotidiana, una breve entrada en un manual de sociología o de historia del arte, una manera rápida de conseguir fama y dinero, y también, de cambiar el mundo.

Hay que seguir la historia. Mourre y sus cómplices pertenecían al letrismo, movimiento de vanguardia fundado a mediados de los cuarenta por Isidore Isou, un artista y escritor rumano que buscaba remedar los pasos que los poetas Tristan Tzara y André Breton habían dado décadas antes en nombre del dadaísmo y del surrealismo. Escribieron manifiestos, leyeron poesía, filmaron películas y desplegaron acciones públicas como la de Notre Dame: anunciar la muerte de dios en una catedral repleta de feligreses.

Un muchacho llamado Guy Debord también leyó la noticia en el diario. Quedó fascinado. Se unió al letrismo; tenía un plan: destruir el arte. Desertó y organizó la Internacional Letrista; luego la Internacional Situacionista. Resucitaron herejías gnósticas que durante siglos habían agujereado al cristianismo; anunciaron la abolición del trabajo; proclamaron que la abundancia del capitalismo moderno no producía felicidad sino aburrimiento.

Hubo más panfletos, más manifiestos, más arte al servicio de la revolución. Casi lo lograron o, en realidad, no, en Mayo del 68, cuando los crípticos eslóganes situacionistas acerca de la vida cotidiana llegaron a la superficie de la vida pública. El presidente francés Charles De Gaulle dijo que esa revuelta había sido provocada por grupos que se rebelaban contra el consumo moderno, contra la sociedad tecnológica, sin importar si se trataba del capitalismo occidental o del comunismo oriental. Los situacionistas levantaron la cabeza. De Gaulle hablaba sobre ellos.

A mediados de los setenta ya nadie recordaba a los situacionistas. Un antiguo estudiante de arte que regenteaba un negocio de ropa sadomasoquista en Londres, Malcolm McLaren, tuvo una idea. Había leído los textos situacionistas; los había traducido y distribuido en Inglaterra; los había convertido en remeras y chaquetas. Se preguntó qué ocurriría si esas viejas consignas penetraban en la industria de la música pop. Su tienda solía ser frecuentada por unos muchachos que querían formar una banda de rock para conseguir chicas y divertirse. McLaren se ofreció como manager y les dio un nombre: Sex Pistols.

Todo este derrotero de arte y revolución, de herejías y oportunismo, de odio y algarabía estuvo en la música de Sex Pistols desde el primer momento. No importaba si los fans, o si los mismos autores, jamás habían oído hablar de dadá o de Mourre o de Debord o de herejes medievales; los vínculos eran ciertos en la música. Y pronto estos viejos reclamos empezaron a ser parte de la música misma.

Desde que los Sex Pistols lanzaron su primer single, Anarchy in the U.K., en noviembre de 1976, hasta su último concierto, en enero de 1978 en San Francisco, cuando su cantante, Johnny Rotten, miró a la audiencia, se rió y les preguntó: “¿Alguna vez tuvieron la sensación de haber sido estafados?”, había pasado apenas un poco más de un año. En ese tiempo dijeron palabrotas en un programa televisivo de variedades, sus shows se cancelaron, fueron prohibidos en la radio, los echaron de dos compañías discográficas, los obreros se negaron a prensar las copias de sus sencillos y las tiendas se negaron a venderlos, el parlamento los acusó de fascistas y de comunistas, fueron golpeados y acuchillados en la calle, y cuando God save the Queen alcanzó el puesto número uno en los charts, en la prensa sólo pudo publicarse un casillero vacío: el disco más vendido del país estaba prohibido. Venderlo, comprarlo, escucharlo era un acto ilegal.

La reina Isabel II celebraba su jubileo y Sex Pistols no podía tocar en suelo británico. Entonces, alquilaron un barco y celebraron el acontecimiento navegando en el Támesis: no estaban sobre el suelo sino sobre el agua. “Dios salve a la reina, el régimen fascista”, cantaron. “Dios salve a la reina, ella no es un ser humano, no hay futuro en el sueño de Inglaterra”. El río se llenó de policías y cualquier estudioso de las vanguardias –pensando acaso en Mourre– pudo haber dicho que eso ya era moneda antigua.

Lo novedoso era el contexto. Todo esto sucedió en el ámbito de la cultura del pop, un complejo cruce de símbolos, de sonidos, de imágenes, de ideologías, de tiempos, de espacios, de gestos y de narraciones que daban forma al folklore del capitalismo moderno.

La música era su pieza más ajustada, más deslumbrante, imbuida de iguales proporciones de creatividad, paranoia, mutismo, opresión, sorpresa y obviedad. En la cultura pop los elementos extraños pelean con un contexto, pero el contexto, luego de un siglo de vanguardias, bien puede ser la misma cultura pop. Las operaciones quedan a la vista; lo que desconcierta del proceso es el proceso mismo. Luego se lo aprehende, se lo olvida hasta el próximo giro de la historia. La música pop –artefactos luminosos, complejos, jamás elementales, a veces exquisitos, como Never mind the bollocks, el único disco de Sex Pistols– es el perfecto agente operador de la cosificación: mientras la canción ocupa la totalidad de los hechos sociales, allí nada sucede. Al dramatizarse en paquetes de significación tan absolutos, tan veniales y tan concentrados, toda posibilidad de cambio social se obtura, se vuelve un espectáculo de transformación que es consumido y experimentado como transformación en sí misma. La música exige –como cantaba The Ramones– primero tu amor y luego el mundo; la música obtiene primero tu amor y luego el mundo. Lo que sigue es otra canción.

En los últimos días muchas personas, especialmente quienes tienen bien memorizados libros como Rastros de carmín de Greil Marcus, recordaron todas estas gestas silenciadas en relación con el caso del colectivo feminista ruso Pussy Riot: música punk, asalto a la Catedral de Cristo Salvador, arengas contra Vladimir Putin, arresto, prisión, juicio, protestas, apoyo, debates, condena por “vandalismo” e “incitación al odio religioso”. ¿Se tratará de otro componente de una misma tradición? ¿O responderá a una tradición diferente?

Las páginas de la historia del pop se escriben con atisbos de transformaciones que rápidamente son asumidos como parte de las estructuras de cambio y continuidad de la vida pública, como respuestas esperadas en una industria cuya principal actividad es la fabricación y la eliminación de símbolos de identidad y conjunción, símbolos de transformación social: la representación de un acto de libertad. Pussy Riot no acabará con la carrera política de Putin, al igual que los punks no acabaron con la industria de la música ni con la monarquía, al igual que los situacionistas no echaron a pique al capitalismo moderno, al igual que el dadaísmo y el surrealismo no destruyeron el arte. Y al igual que Michel Mourre, el perturbador de Notre Dame, se arrepintió de su herejía y empezó a trabajar para la Iglesia. A pesar de la blasfemia, se llamó su primer libro.


(En la década de 1970 en México, mientras un grupito de niños fresas publicaba la revista El Zaguán, entre ellos Carmelita Boullosa, los Infrarrealistas le lanzaban mierda al Ogro Filantrópico, publicaban un manifiesto, leían con avidez a la generación Beatnik y les amanecía en los cafés de Bucareli discutiendo de todo y de nada. Ahora yacen bajo tierra, pero dejaron un legado a los jóvenes de todo el mundo. Nota de Marcelo Pisarro en "revistañ", Clarín, Buenos Aires.)

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