jueves, 11 de octubre de 2012

Una colección de barbies ciegas

Antes de que empiece un nuevo mes, con todas las listas de provisiones, la ropa para la escuela y las planillas de contactos para urgencias, apenas puedo llevar un control de todo lo que tengo que comprar, completar o tirar. El nuevo año lectivo significa que llegarán a nuestro departamento un montón de cosas nuevas –y todavía no resolví qué hacer con lo del año pasado.
Hace poco saqué de un estante un trabajo artístico de gran tamaño en madera que había hecho mi hija de 7 años y traté de decidir qué destino darle. Por un lado, no podía imaginarme tirando a la basura esa reliquia preciosa de su infancia. Por el otro, vivo en Manhattan y necesitaba hacer lugar para sus nuevas creaciones. Paralizada por la indecisión, volví a ponerlo en el estante.
Este es el dilema cultural que sirve de base a una industria del almacenamiento que mueve miles de millones de dólares: amamos nuestras cosas y también soñamos con deshacernos de ellas. Según la Self Storage Association, uno de cada 10 hogares estadounidenses alquila una unidad de depósito. Aun así, nuestros armarios, buhardillas, sótanos y garajes están repletos. El Departamento de Energía estima que 25% de las personas que tienen un garaje para dos autos en Estados Unidos no estacionan en él sus vehículos.
Todo este amontonamiento puede generar niveles altísimos de desesperación. Conozco a un tipo que borró temerariamente todos los correos de su bandeja de entrada para alcanzar el éxtasis de la “bandeja de entrada cero”. Otra conocida celebra el Año Nuevo tirando todo lo que tiene en la heladera. “¿Incluso un frasco de ketchup por la mitad?”, inquirí. “Todo”, me respondió.
Ejercer control sobre las cosas tiene algo que nos hace sentir que controlamos más la vida. Si bien estamos siendo constantemente bombardeados por mensajes de “¡Más!” y “¡Compre ya!”, también se nos ofrece la tentadora promesa de “¡Con menos será más feliz!”.
La simplicidad es complicada, sin embargo. Ni siquiera el filósofo y escritor Henry David Thoreau, en su famosa admonición “¡Simplicidad, simplicidad, simplicidad!” pudo limitarse a una sola “simplicidad”.
Yo afirmaría que, como no queremos considerarnos materialistas o preocupados por adquirir cosas, a menudo negamos la importancia de nuestras posesiones y no dedicamos tiempo suficiente a pensar de qué manera aumentan nuestra felicidad. Las cosas que poseemos ejercen una fuerte influencia en la atmósfera de nuestras casas. Mi enorme biblioteca de literatura para niños, la colección de adornos de porcelana de Maine de mi amiga: también estas cosas contribuyen a nuestro sentimiento de identidad.
Objetos recibidos como regalos conmemoran hitos importantes como bodas, nacimientos y graduaciones. Las fotos nos recuerdan a los seres que amamos. Las posesiones por sí solas no pueden hacernos felices, pero sí pueden desempeñar un papel importante en una vida feliz.
La clave para resolver la contradicción implícita en la posesión –las seducciones encontradas de la acumulación y la eliminación– consiste en cultivar una verdadera simplicidad, en la que estemos rodeados por cosas útiles y queridas y, al mismo tiempo, estemos libres del peso opresivo de las posesiones insignificantes.
Para esto, es útil considerar, primero, el “efecto legado”: cuanto más poseemos un objeto, más lo valoramos. Tal vez no haya querido particularmente ese jarro de cerveza de cerámica con el escudo de una facultad de derecho. Pero ahora que está en mi estantería, me cuesta muchísimo abandonarlo. Y cuanto más tiempo lo tengo, más lo valoro. Por esa razón, resulta muy productivo desconfiar de las cosas heredadas, las ferias americanas y las ofertas promocionales. La baratija de aspecto inocente que elegimos por un capricho podría echar raíces en casa durante años.
La segunda consideración es el encanto de la postergación: el hecho de que sea más fácil conservar la creación artística de mi hija que decidir cuándo deshacerme de ella.
En una oportunidad en que ayudé a una amiga a limpiar sus armarios, descubrimos un montón de trajes de oficina polvorientos guardados de la época en que trabajaba en un banco de inversión. “Um, ¿para qué los guardás?”, le pregunté. “Bueno, tal vez mi hija quiera usarlos algún día –me respondió–. Son lindos trajecitos”. “Estás loca”, le dije amablemente. “Es imposible que tu hija que está en primer grado llegue a usar un traje que ya tiene décadas”.
La tercera consideración es la nostalgia, lo que a mí me gusta llamar “el efecto remera de la universidad”. Es algo que me resulta particularmente fuerte cuando asocio un objeto a la infancia de mis hijas. Justamente por sus asociaciones con la etapa de la dentición, hace poco me costó mucho tirar un tubo de pasta dental Orajel a medio usar. Para lidiar con ese impulso, aprovecho el efecto del poder de la nostalgia cuidando y preservando deliberadamente los recuerdos.
Funciona de la siguiente manera: cuando decido que es ésta la creación artística que verdaderamente vale la pena guardar, la coloco en un lugar destacado en un estante. Y esa acción me da rienda suelta para arrojar a la basura la mayoría de los otros trabajos de mi hija. Puedo querer mucho una creación artística de primer grado, pero no puedo tenerles cariño a todas. Uno de mis secretos es el siguiente: en algún lugar, mantener un estante vacío, y en algún lugar, mantener un cajón de trastos.
Todos necesitamos simplicidad, orden y suficiente espacio para acomodar nuevas posibilidades. También necesitamos, sin embargo, una abundancia exuberante y colecciones de cosas que son valiosas para nosotros.
Decidiendo a conciencia qué incorporar, sabemos qué podemos dejar fuera. Como advirtió el arquitecto Frank Lloyd Wright, “llegar a saber qué se debe abandonar y qué poner, dónde y cuánto, significa estar formado en el conocimiento de la simplicidad”.


(Si hay algo que te contraría es pensar en deshacerte de los recibos pagados de la luz, el teléfono y el agua cada diciembre. Pero no puedes echar al basurero la muñeca que te regaló la vecina de cuatro años del segundo piso, ni del perro de peluche que te dio una amiga -puesto que no puedes tener una mascota en el departamento-. Hace poco, otra conocida te regaló una tv en ¡¡Blanco y negro!!, que en la primera oportunidad obsequiaste a quien la quiso y pasó a recogerla. Pero conservaste dos lámparas y dos cortinas para lavar las que ya estaban sin asearlas como ocho meses; y, al mismo tiempo, una lámpara la llevaste a la basura y otra la donaste. La fiebre te hizo deshacerte de cuatro bolsas de sopa Knorr que llevaban cinco años de haber caducado. Sabes que el próximo diciembre te desharás de algunas agendas viejas sin checar teléfonos ordenados alfabéticamente pues son números de teléfonos fijos, ya que en ese entonces no se conocían los celulares ni los e-mails. ¡Qué viejo es el mundo y sus habitantes! Nota de la escritora Gretchen Rubin para New York Times, "El encanto de la acumulación". Traducción de Cristina Sardoy para el sitio "revistañ", Clarín.)

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