jueves, 29 de noviembre de 2012

Poetas de Chile

¿Cuándo surge, no la poesía chilena, sino la gran poesía chilena, que no es lo mismo? Afortunadamente existe un consenso preciso: en 1918. Ese es el año en que se publican los dos libros de Vicente Huidobro que inauguran la nueva estética en nuestra lengua: Ecuatorial y Poemas árticos. No estamos olvidando a Gabriela Mistral. Se trata solamente de que su primer libro, Desolación,apareció en 1922. Es Huidobro entonces el adelantado que clava en la cima la bandera de la gran poesía chilena. Este hecho constituye el nacimiento de la vanguardia en lengua española y por lo tanto tiene una proyección internacional. También la tuvo Gabriela Mistral, pero de una manera más limitada, porque su poesía aún estaba siendo regida por la tendencia posmodernista de principios de siglo, y tanto en España como en Latinoamérica ya soplaban vientos de ruptura con el canon anterior.
Los años treinta pueden ser considerados la década de oro de la poesía chilena. En 1931, Vicente Huidobro expande el espacio poético con esa audaz aventura de la palabra que es Altazor, y Pablo Neruda deja una impronta imborrable en 1935 con su obra capital, Residencia en la tierra, que representa un descenso a los laberintos del inconsciente, mediante un lenguaje muchas veces hermético, pero que penetra subliminalmente en el lector. Cierra el decenio Gabriela Mistral con un libro de alto voltaje: Tala, cuyo verbo es como “una socarradura larga que hace aullar”, por usar una expresión suya. Por esos años, sin embargo, el magisterio de Neruda ya estaba ocupando gran parte del territorio poético chileno. En 1950 publica el Canto general, máximo exponente del americanismo social, que por estar dirigido a una audiencia más amplia abandona el hermetismo y se abre hacia la claridad expresiva. Quiere ir de la voz de la soledad a la vocería de las multitudes.
Pero el espacio de la poesía es demasiado grande para que pueda ser llenado por un solo poeta. Y es así como en 1954 irrumpe Nicanor Parra con Poemas y antipoemas. Es la entrada en escena de la antipoesía, que se propone romper con el tono elevado y solemne de la estética nerudiana, realizando una labor desacralizadora, en la que el humor, la irreverencia y el lenguaje coloquial son sus herramientas más eficaces. Paralelamente se va gestando la obra de Gonzalo Rojas. Desde La miseria del hombre (1948) hasta Del relámpago (1981) el erotismo y la muerte confluyen en su poesía. Hay en ella una suerte de erotización del lenguaje y una fisonomía textual que es a la vez expresionista y barroca. Lo que viene después de Rojas es la llamada generación del cincuenta, en la que brilla con luces propias Enrique Lihn. Después de su muerte, Lihn se transforma en autor de culto. En su legado destaca La pieza oscura, que es de 1963.
Lihn ejerce una ácida conciencia crítica sobre los temas que trabaja, sin excluir a la poesía misma, a la que llama “la musiquilla de las pobres esferas”. Pero la poesía chilena no había dicho la última palabra. En 1982 y en plena dictadura militar se imprime Anteparaíso, de Raúl Zurita, un libro que recoge la tradición whitmaniana presente en Huidobro y en Neruda, le da una vuelta de tuerca y la empuja en una nueva dirección.
En poesía las valoraciones entusiastas suelen tener un alto grado de subjetividad, pero en el caso de los autores señalados hay datos objetivos que las avalan. Son poetas reconocidos más allá de las fronteras de Chile; figuran en numerosas antologías internacionales, han obtenido prestigiosos premios que van desde el Casa de las Américas hasta el Reina Sofía, el Cervantes y el Nobel (Gabriela Mistral y Pablo Neruda), y además tienen una vigencia que no parece desfallecer. Sus obras merecen el apelativo de gran poesía, porque mediante un instrumento verbal de sello inconfundible han sido capaces de acceder a estratos profundos de la condición humana y de instalarse con toda propiedad en la historia misma de la poesía.


(nota de Óscar Hahn clonada del sitio El País.)

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