jueves, 16 de mayo de 2013

Ebe Uhart, narradora

En la peluquería


La peluquería me parece un lugar tan separado del mundo exterior, tan distante como el cine, por ejemplo. Tan distante que cuando estoy aburrida dentro de ella pienso en el bar que está en la esquina al que voy siempre, y con el pelo lleno de esa brea que ponen para teñir, pienso: “Quiero ir ahora mismo a tomar un café, con la bata negra puesta y los pelos untados”. Por suerte para mi reputación imagino después al café tan lejano e imposible como un viaje a Chascomús. Con el pelo teñido me miro al espejo, no es como el de mi casa, en casa me veo mejor. En el espejo de la peluquería veo todas mis imperfecciones: ojos cansados que me dan una expresión de atontada; llevé un pulóver viejo para que no se manchara y con la luz de ese espejo veo que está realmente viejo; no lo veo como en casa. Ya que parezco tan mal, debo  ser simpática para compensar, debo demostrar que soy una persona razonable, sensata, y de ningún modo decir lo que pienso: “quiero ir al bar de la esquina, al cajero, a comprar peras”. Entonces charlo con el peluquero (dice que se llama Gustavo). Y le pregunto si trabaja muchas horas, cuándo viene menos gente y si atienden chicos. Yo me sé todas las respuestas y si no las supiera me importan un pito. La conversación con el peluquero me hace pensar en todo el esfuerzo y el tiempo que gastamos en hablar pavadas y el pensamiento de ese esfuerzo me trae  cansancio y resentimiento; pienso que si yo estuviera más linda, él me atendería mejor. Si yo fuera linda podría ser exigente y aguantaría que  me pusieran matizador, yo quisiera ser como una de esas mujeres que vuelven locos a los peluqueros diciendo: “Más arriba, más corto, no, del otro lado, no, más hacia el centro”. Pero aunque fuera linda, lamentablemente no tendría paciencia para todas esas exigencias; yo soy más bien como un taximetrero con el que hablamos de dientes y dentistas una vez y me dijo que él pidió a su dentista:
–Mire, yo no tengo tiempo para sacarme los dientes de a uno, sáqueme todos juntos.
Eran seis.
Con la cabeza llena de tintura (la cabeza se enfría) me voy a hacer los pies y ahí me siento mejor. Me atiende en un cubículo oculto porque la  cabeza se muestra en público, los pies, no. Las pedicuras son dos, Violeta y María. (A los peluqueros siempre los cambian.) Violeta es ucraniana y quiero saber cosas de su país, pero nunca la saco de (“Oh, un poco diferente, pero todo como acá”. Yo no sé si encierra algún misterio o no le importa nada de nada, porque es muy bonita y nadie se percata de ello, anda como una sombra, se desliza como si no tuviera cuerpo; no, no le importa tampoco ser bonita. Por eso cuando está María, la correntina, prefiero ir con ella; inmediatamente se acuerda de todos los animales   que tenía su papá en el campo en Corrientes, el tatú, la yegüita alimentada a biberón y el pájaro carpintero. Y ese cubículo blanco y frío, mezquino, se llena inmediatamente de animalitos del campo y del bosque. Ya no quiero ir al bar de la esquina, ni me acuerdo del cajero y de   las peras: quiero ir a Corrientes para ver al pájaro carpintero. Me va entrando cierto bienestar porque el emplasto de la cabeza se va secando  mientras me hacen otra cosa. No aguantaría un tiempo muerto sin hacer nada ni que me hagan nada, porque me parece que el mundo está en  acción, como cuando hiervo verduras y controlo al mismo tiempo un partido de futbol o tenés por TV cuando juega Argentina, hago todo junto.
Así, en mi epitafio van a poner, como le pusieron a una mujer romana: “Fecit lenam” (tejió, era trabajadora).
Me llama entonces la chica que lava la cabeza. A ellas también las cambian pero por motivos distintos a los de los peluqueros: ellos se van dando un portazo o son transferidos a otra peluquería; cuando las chicas que lavan la cabeza se dan cuenta de que no las van a tomar como peluqueras (salvo alguna muy  despierta que haga carrera) se quedan en su casa para mirar la novela de la tarde. Hay varias clases sociales en esa peluquería. Al sector más alto corresponde el que cobra, sentado en una silla alta y movible, todas deben ir con sus papeles y entregarlos a él. Los pedicuros son como un sector paralelo, poco clasificable porque no interactúan tanto como los peluqueros entre sí. Además estos se mueven en un lugar central, con espejos, donde hay pósters con mujeres hermosas de pelo luminoso. No hay fotos de extremidades, se ve que las extremidades son como apéndices. La chica barrendera que recoge pelo del suelo corresponde al sector inferior; ella no hace café a los clientes ni les acomoda las capas; va con su pelo así nomás, con una colita hecha de cualquier forma. Cuando la chica me lava el pelo estoy contenta, ya estoy cerca del café de la esquina. Ella me frota con unas uñas muy largas, que si las empleara a full, me sangraría la cabeza, pero dosifica la agresión del mismo modo que los gatos.
La que se empleaba a fondo era la pedicura Natasha; era la otra cara de violeta; en ese cubículo blanco parecía un tractor en acción. Maniobraba una máquina que pasaban por la planta de los pies como si estuviera arando en una superficie grande un campo  de trigo, por ejemplo. Estaba hecha para una empresa heroica, para conducir un tanque por la estepa, no para pequeñas reparaciones de pies y manos. No aguantó las quejas de las clientas (decían que les dolía todo) y se volvió a Ucrania. Y con el pelo lavado me voy a buscar al  peluquero. ¿Era Gerardo o Gustavo? Me olvido de que debo mostrarme como una señora sensata y bien comportada y le pido:
–Corte todo para arriba y para atrás; pero arriba quiero que sea como un nido de caranchos.
No pregunta en qué consiste ese peinado, no sé si conoce a sus caranchos y a su nido (yo tampoco), me mira con esa mirada acostrumbrada a cualquier cosa y corta.

Yo salgo contenta.


(relato reproducido del sitio "revista ñ", Clarín.)

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