jueves, 4 de febrero de 2016

Janet Frame (1924/2004 )

Invierno


Es el peor invierno de que tengo conocimiento.
El frío vuelto vida sólida, líquida,
se ha vertido en las grietas de los muros y los boquetes en el techo,
y cuajado como roca glacial en cada cuarto.
Este invierno no he habitado mi hogar. De haber llamado,
habrías notado que la escarcha y el hielo se sentían como en casa.

Parecería que no ha habido otro invierno en mi vida
más que el pasado. Afuera
los narcisos heridos por la escarcha
han germinado como úlceras en vez de brotes
y un desconocido vino, según él, a podar y cortar
la rama derecha de la manga verde de mi árbol favorito.

Ya no puedo creer en el sol.
La recuperación y la tibieza ya no acontecen.
La nieve es cuchillos, no pétalos ni plumas.
La escarcha jamás volverá a abrir la semilla extinta.

Quedar rodeada, emparedada en una estación única,
ahora y para siempre mientras que los Alpes meridionales de granito, la cadena montañosa,
                                                                                                                         la espina dorsal
poco a poco paralizan los nervios del verano
cierran todas las puertas que conducen a cualquier rumor del sol.

Sí, conozco los lugares comunes: cómo los ancianos luchan por mantenerse con vida
y aun así la entregan a la estación que conquistan
cuando la estación misma está muerta; cómo julio y agosto
representan la última escena de Hamlet -"Salen llevándose los cadáveres"-
y los tambores son estorninos en duelo, y zorzales;
hasta los nacidos en la primavera, no las aves, tienen el pecho salpicado por el sarampión.
La infancia es una mañana de azafrán, un mediodía de galanteos, una noche de dolor de
                                                                                                                                      oídos.

¿Por qué este año tenía que apoderarse de todos los sueños y recuerdos invernales?
¿Tengo que olvidar la nieve que el año pasado se acumulaba contra el muro de
la mansión de Saratoga?
¿el regreso de la tángara escarlata y el colibrí?
¿la serpiente real negra al despertar junto a la cascada
las hojas lustrosas de humedad sobrevolando delicadas como alas de murciélago
las tortugas lagarto saliendo del fango, la rata almizclera rayada, brillante
que defiende su vida y su amor zambulléndose en el agua del lago;
y las mariposas que no regresan, extraños brotes de algún feliz acoplamiento de sol y aire
un bochornoso fulgor
ornamento de florituras con la firma de la primavera?
¿Acaso no se me permite recordar otros inviernos que se extinguieron
en un final feliz?
                            De niña
creía que la escarcha y el hielo eran buenos.
El hielo delgadísimo se estrellaba cuando saltaba sobre él. Recolectaba y me comía
el rocío congelado en las hojas de col
y las gotas de lluvia demasiado lentas como para escapar
cautivas y sólidas en la cresta de las cercas.
Mis pies zapateaban zapateaban; el aguijón herroso
de los saltos y el anillo claro de voces de acero en torno a la luna,
y siempre, para siempre, alguna otra criatura aportando el fuego.

Los muertos están fríos. El sol brilla encarnizado.
Los muertos con caras cenizas yacen en el horno
inmunes a la química de la carne y el metal
quitando los cerrojos preparando un nuevo código para dejar de ser, fundirse y florecer
más allá y por encima de cualquier identificación. Brilla encarnizado, sol,
pero no tanto como para quemar
a los nuevos y sin nombre.


("huesos de jilguero", ed. universidad veracruzana, xalapa, méxico, 2015, traducción irene artigas y nair anaya)

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